domingo, 6 de enero de 2019

LA ENCARNACIÓN DE DIOS



En un sentido eternalmente único en Jesús habitaban la naturaleza humana y divina. El Salvador era enteramente Dios y enteramente hombre, verdaderamente Dios y verdaderamente hombre. Las dos naturalezas, de manera indivisible, habitaban en el Nazareno. Negar la divinidad de Cristo es negarlo todo, es abrazar el espíritu del anticristo (1 Juan 4:2-3). La virgen María fue concebida por obra y gracia del Espíritu Santo. Ese santo ser que nacería en Belén es Dios, Señor y Salvador.

En el principio era la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y la Segunda Persona de la Santísima Trinidad era con Dios, era parte del mismo Dios pero no era el Padre Dios, y la Segunda Persona de La Trinidad era Dios. El Verbo divino es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. El Verbo es el amor, poder, pensamiento y carácter de Dios. Todo fue creado por él, a través de él. Y aquel Verbo fue hecho carne, un ser humano, y habitó entre nosotros y vimos su gloria. Es el mismo Dios manifestado en carne. Cuando almorzaba y dormía era humano, cuando resucitaba muertos era divino. María era la madre de la humanidad de Dios, de una humanidad que murió en la cruz por los pecados de la humanidad. María no era la madre de la divinidad de Cristo. Lo que es eterno no puede fallecer, ni nacer. La deidad de Cristo es inmortal, como el Dios mismo que era. La humanidad era la piel que encubría su divinidad. Jesucristo es la imagen visible del Dios invisible (Colosenses 1:15). Las dos naturalezas, la humana y la divina, conformaron una Persona: el Redentor de la humanidad, Jesús de Nazaret. Fue una encarnación. Dios mismo se hizo hombre.


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